“Nadie que eche de menos nuestra sonrisa o nuestras cartas, porque desaparece todo: las cosas, los libros, los dibujos, la música, el agua, la sombra bajo un árbol, el árbol mismo”.
Hay una película de 2012, “Buscando un amigo para el fin del mundo”, que trata de los últimos días que viven sus dos protagonistas mientras la humanidad espera un asteroide que, irremediablemente, acabará con ella y con el planeta. A ver, que el “flim” no es una maravilla, pero tiene su parte original, es entretenido, y por momentos te crees que los protagonistas están realmente enamorados.
Cabrían diversas reflexiones de esas de cinefórum a partir de ese planteamiento “apocalíptico”, al menos sobre la mesa de una tertulia de gente con un mínimo de sensibilidad, inquietudes e inteligencia, así en plan “cómo aprovecharías tus últimas horas”, o “qué te preocuparía” en una situación como esa. Ahora se me ocurren dos:
Una, esa sensación de certeza de tu muerte en unos días, pero gozando de perfecta salud, la fatalidad inevitable del “todo se acaba” así, gratis, porque sí, sin enfermedad o accidente, solamente —y nada menos— porque el mundo se acaba, nos ponen el “The End” y ya.
Pero hay otra idea en el planteamiento de la película, no tan evidente quizás: sabemos que la muerte no descansa, pero sigue unos turnos (a veces bastante, absurdos, ya) de forma que siempre queda alguien para contarla, para temerla o para esperarla. Pero lo que ocurre con ese “Fin del mundo” es que desaparecemos, todos, y a la vez, no queda nadie. Nadie. No queda ni siquiera la muerte, que no tiene nada ya sobre lo que posarse.
Nadie para recordarnos, nadie que pueda decir de nosotros —aunque ya no estemos— que fuimos quienes le descubrimos ese lugar, ese libro, ese beso o ese sentimiento; nadie que rece por nuestra alma ni que la maldiga, nadie que se arrepienta de habernos conocido, o de no habernos dicho esto o aquello cuando tuvo oportunidad, o de habérselo callado.
Nadie que eche de menos nuestra sonrisa o nuestras cartas, porque desaparece todo: las cosas, los libros, los dibujos, la música, el agua, la sombra bajo un árbol, el árbol mismo. Desaparece lo grabado en las lápidas de los que se fueron antes, sus obituarios en el periódico, que guardamos porque creíamos que servía de algo, obituarios que nadie hará para nosotros.
Y se borra para la eternidad vacía toda memoria porque no queda persona o soporte que la mantenga, desaparece toda la Historia, recuerdos, relatos, vestigios, anotaciones al margen…
No sé describir, y no voy a seguir intentándolo más y tan torpemente, hasta qué punto de fría y vacía es esa nada, la nada vacía del día después de haber acabado todo, de golpe, a la vez, y para todos.
No sé, por haceros una idea, pensad si eso en la sonrisa de Pedro Sánchez.